Forman parte de un club al que ya no quieren pertenecer. Se beneficiaron de sus ventajas pero ahora el negocio les parece ruinoso. El mantra es claro, «Estamos intervenidos», que es casi tan cándido como oír declamar al chiquillo que sus padres le gobiernan. Como todo relato de protesta precisa de un villano, aquí el ogro es Alemania, lo cual sienta estupendas bases para la inminente proliferación de la Ley de Godwin. Al tiempo. Mientras, se supone que el gobierno de España es poco menos que la República de Vichy. Pues vale. A los apocalípticos de la intervención exterior, que manosean a McLuhan pero ignoran su catecismo, sólo cabría decirles una cosa: ¡Pues claro que estamos intervenidos!
El mundo cambió hace más de veinte años. Lo del Pacto de Estabilidad, la deuda y la Unión Europea -Capital Bruselas- es más antiguo que el tebeo. Aunque sea en recesión cuando estas cosas se pongan de moda, los actuales tributos a Roma vienen de cuando Felipe González empezó a empujar la rueda de la Unión, la Europa de las naciones y todo demás. Desde Maastrich (1992) se viene predicando la armonización fiscal y las políticas de estabilidad presupuestaria. Gran parte del milagro español bebe de tales amistades, pero ahora que llueve los soberanistas de la España intervenida -suele ser, curiosamente, gente muy alérgica al centrismo y al patriotismo- denuncian la genuflexión de Moncloa ante Berlín y otros entes fantasmales. La realidad es que a los aviesos mercados les conviene, sobre todo, que nos vaya bien, y que la coyuntura mundial del estornudo y el resfriado implica la cooperación de acciones e intenciones. ¿Que Merkel mueve el cotarro? Oiga, es que Alemania creció un 3% en 2011 con una tasa de paro del 6%. Es como pretender que Cruyff no mande en el Barça. Gran parte del fracaso de la salida de una crisis que ya dura 4 años es la aplicación de políticas locales a un mundo con unas reglas del juego claramente globales.
Al fin, formar parte del Club es una idea tan provechosa como inevitable. Cuestiones de higiene democrática aparte, gobernar un mundo interconectado con miras fronterizas es una inocentada, además de una imposibilidad. Darse de baja de la aldea global, y a fe que muchos lo harían con gusto y sin saber muy bien lo que están haciendo, debe ser peor que aquella quimera burocrática de Ásterix y Obélix, aquella prueba en la que el gordo y el flaco galos braceaban de ventanilla en ventanilla buscando el impreso imposible. Darse de baja de la aldea global deber ser peor que cambiarse de compañía de teléfono o de Internet, una fuga de espejos con truco que no lleva a ninguna parte. La globalización es, para algunas cosas, un tremendo contratiempo, pero más que valorar sus ventajas y desventajas lo más inteligente es adaptarse lo mejor posible. Es una cuestión de mera supervivencia. Garantizar la independencia pasa por reconocer la necesidad de socios e interpelarlos y exigirlos desde los compromisos adquiridos. Contratar meteorólogos de la discordia sólo sirve para encabronar al personal y de camino quedarte atrapado en la utopía oceánica.
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