La mejor definición de Los amigos de Eddie Coyle, la valoración más irónica de esta novela de charlatanes, la dio el escritor Norman Mailer elevando una queja prácticamente gremial: “Lo que no me cabe en la cabeza es que la haya escrito alguien de la pasma”.
La propicia intersección entre escritura, periodismo y judicatura proporcionó el capital social necesario a George V. Higgins (Massachusetts, 1939 – Nueva York, 1999) para cambiar el mantel de la novela negra sin tirar ni una sola copa. Depuró recursos y mantuvo estándares, si es que estos existen realmente. De la sinergia entre los mundos que conocía el autor estadounidense, de la mezcla de todos ellos y la confusión y suciedad natural de los años 70, emana la sustancia novelesca de una literatura criminal más apegada a la realidad que los clásicos de los años 30 y 40. Más fotográfica y menos pictórica.
Higgins se licenció en derecho por la Universidad de Boston pero también trabajó como periodista para multitud de rotativos de la costa este estadounidense e impartió clases como profesor en esa misma facultad. Su empleo más importante fue la abogacía del gobierno, mediante la cual se sumergió durante siete años en una intensa unidad anti-criminal. Después, se hizo letrado particular y fue contratado por varios de los tipos a los que había perseguido años antes cuando estaba al otro lado de la partida. En 1970, encauzó su inquietud literaria y descolló con una novela debut que probablemente no igualó jamás y que años después le permitió dedicarse con exclusividad a escribir libros.
Sobre Los amigos de Eddie Coyle, escribe antes que nada Troy Patterson en la revista Slate: “Eddie Coyle no tiene amigos”. Después, Patterson añade: “Él no es un héroe, ni siquiera un antihéroe, solamente una víctima de las circunstancias”.
La papeleta de Coyle es delicada. Cuarenta y cinco años y una vida de renglones torcidos. Una mujer y tres niños. Una condena por conducir un camión ilegal cargado de priva. Y la necesidad imperiosa de sacarse algún truco de la manga, por fullero que sea, para evitar la cárcel. “Ya estoy demasiado mayor”, suspira. “Me he pasado la vida viendo a otros retirarse a Florida mientras yo me pregunto cómo voy a pagar al fontanero la semana que viene”. Afirma sobre él Richard Rayner en Los Angeles Times: “Está atrapado en las fauces de ese mugriento y glacial mundo de Boston como si fuera un personaje en la Praga de Kafka”.
Toda la novela es la huida hacia delante de Eddie Fingers -alias del protagonista por el escarmiento que le dio la mafia cuando jodió un negocio: metieron su mano en un cajón y lo cerraron de una patada- en la búsqueda desesperada por exprimir sus recursos para librarse de los barrotes. Destaca, sobre todo, el verismo de los escenarios y los personajes, la naturalidad de los hechos, la música de sus conversaciones, el olor de la chusma.
“Escuché tantas grabaciones y leí tantas transcripciones de cintas que sin querer me empapé de los patrones de expresión que usa esa gente”, cuenta el propio Higgins sobre su época de fiscal. Sólo una inmersión intensiva en el slang de Boston puede explicar tal fidelidad de diálogos en su novela, donde el 80% del texto, se crea o no, son líneas de conversación. Con Higgins, las descripciones son sucintas y los personajes se presentan por sí mismos. Ellos simplemente hablan sin que el autor les estorbe.
“Sobre todo, Los amigos de Eddie Coyle aporta una concepción oral del relato”, señala José Luis Ibáñez Ridao, periodista y escritor, conocido comentarista literario. “Los diálogos lo sustentan todo y son el punto fuerte de la novela. La historia sería una más de la época, dura y violenta, si no fuera por ese elemento diferencial. Nadie como él dominó esa faceta”, sentencia.
Naturalmente, en este hiperrealismo de forja callejera existen también inevitables trazas de impostación, de la exageración consentida que asume la ficción por su naturaleza representativa. Nadie en Boston es tan ingenioso todo el tiempo como nadie en The Wire o en el cine de Quentin Tarantino puede jurar que esas parrafadas estén estrictamente a la orden del día. Hablamos, en todo caso, de ficción de alta destilación y apego a las fuentes.
Francisco J. Ortiz, de la revista Calibre 38, destaca del libro “su concisión formal, la abundancia de diálogos y lo sencillo de su anécdota”, poniendo de relieve la categoría de noir mínimo que ostenta la novela, como una oportuna concreción de un todo, paradójicamente, más retórico; sin que ello le reste potencial alguno aunque sí la deje, a efectos de envergadura, un escalón por debajo de los gigantes del género. “Sus historias y sus argumentos no marcan la diferencia respecto a los más grandes”, apunta Ibáñez Ridao. “Es un muy buen autor a reivindicar pero, para mí, además, su forma de escribir tan oral pierde buena parte de su ritmo, de su musicalidad y de su sentido cuando se traduce a idiomas como el español”.
Aupado a hombros de colegas como Elmore Leonard o Dennis Lehane, a un tiempo inspiración e imitadores de su estilo, Higgins continúa carente del empujón popular que ponga su trabajo (más de 30 publicaciones entre novelas e incluso algún reportaje social o deportivo) a la altura de la calidad que discretamente destilan. En España, sólo la tardía y estupenda reedición de Libros del Asteroide en 2011 lo ha sacado de un limbo editorial que duraba justamente treinta años (El Chivato, Noguer, 1971).
De vuelta al plano de los vivos, pero conservando toda su esencia pulp, Los amigos de Eddie Coyle ofrece una perspectiva renovada y anti-romántica del crimen -alejada del terciopelo de Puzo y Coppola- que entronca oportunamente con la reconversión profesional del difunto Higgins, escritor sin gloria y picapleitos transversal, convertido un día en piadoso defensor de criminales que descubrió no conocer del todo: “Ahora todos mis antiguos acusados parecen tener mujer y niños, y a veces pienso que no se merecen para nada ir a la cárcel”.
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