Aquel karaoke era perfectamente decadente, como cualquier karaoke en realidad. Solteros de mediana edad agotaban su entusiasmo generacional mientras algunos jóvenes se divertían con idéntica candidez. El local lo regentaban los hermanos Caminero. Eran tres y cada uno no podía ser más diferente del otro aunque los tres llevaron el mismo bigote trasnochado. El karaoke se moría del asco cinco días a la semana y el viernes y el sábado resucitaba. Después, los lunes, oferta especial: tres canciones por el precio de dos. Después, los lunes, oferta especial: tres gramos por el precio de dos. El karaoke era una tapadera de droga a baja intensidad que garantizaba la salud de un negocio más bien ruinoso. En esto, como en otras cosas, la gente del barrio iba por delante de la policía, que fue la última en enterarse. La calle funciona a veces como una aventajada caja de resonancia.
La regla número uno es que los lunes primero se mete el material y luego se abre el local. La regla número dos es que ningún empleado consume material y mucho menos en horario de trabajo. Los hermanos Caminero se saltaron la segunda regla aproximadamente al principio. Los hermanos Caminero se saltaron la primera regla aproximadamente al final. La caja de resonancia de la calle terminó volcando en los oídos adecuados el rumor del gran negocio de los Caminero y sendos señores de paisano, con ganas de fiesta, se dejaron caer por el local. Nada extraordinario ni sospechoso vieron porque, entre otras cosas, el barrio encajó el golpe y los Caminero se volvieron precavidos. Pero en algún momento se saltaron la regla número tres: no cantar en el karaoke. El padre de los Caminero, difunto hace tiempo, insistió en esta misteriosa instrucción.
Pero al respetable del lugar le divierten las intervenciones de los Caminero al micrófono. Que van a más. Y lo que habían aprendido a disimular mientras ponían una copa o limpiaban una mesa -esto es, que se habían saltado la regla número dos- no pudieron hacerlo cantando. Cuando los tres hermanos subieron al unísono a adueñarse de ‘Quijote’, de Julio Iglesias, los dos agentes de discreto servicio entendieron rápidamente que aquello no era una interpretación natural. La redada, tres días después, cerró para siempre el negocio de los hermanos Caminero, traicionados por su entusiasmo. Probablemente no supieron entender toda la dimensión comercial del consejo de su padre.
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