«A los dos meses, más o menos, de proclamada la República, yo me encontraba en Villagarcía de Arosa esperando el tren de Santiago para ir a Vigo y trasladarme luego a Madrid. No recuerdo ya la hora a que el tren debía encontrarse en la estación; pero habían pasado díez minutos y aún no había llegado. De pronto se oyó un ruido.
– El tren. El tren -dijo la gente.
– Ya viene.
El ruido, sin embargo, tenía más de humano que de mecánico. Era un ruido así como de toses, gemidos y estornudos. No parecía sino que alguien, una persona asmática probablemente, estuviera echando el bofe a un paso de nosotros.
– El tren. Ya está ahí -seguía diciendo la gente.
Y era el tren, en efecto; pero aún no estaba allí. Desde el punto donde se encontraba hasta la estación había una cuestecilla, y el tren no tenía fuerzas para subirla. Pasaban ya veinte minutos de la hora de llegada. El tren soplaba, jadeaba, suspiraba, y la impaciencia del público iba transformándose en un sentimiento que tenía mucho de piedad. Ya conocen ustedes la ternura del alma gallega. Al ver los esfuerzos desesperados de aquel tren tan viejecito, una mujer del pueblo exclamó a mi lado:
– ¡Pobriño!…
Y, contagiado por el ambiente, hasta yo mismo, que llegaba de Nueva York, comencé a sentir remordimientos por haber ido a la estación con demasiado equipaje…
Por fin, en un esfuerzo supremo, el tren logró dominar la cuesta, y al poco rato aparecía en el andén, donde unos hombres, con la mayor solicitud, le hicieron tomar algo de agua, mientras otros le daban frotaciones y lo limpiaban del polvo y la carbonilla.
Y henos aquí ya en plena cuestión conceptual. No bien hubo el tren entrado en agujas, cuendo un señor, no lejos de mí, exclamó a grandes voces:
Pero, ¡habráse visto un escándalo semejante! ¿Cómo hay todavía autoridades que toleren eses máquinas?
– Tiene usted razón -le dijo otro señor-. La verdad es que esa máquina para lo único que estaría bien es para tostar cacahuetes.
– No. Si yo no me refiero a la máquina precisamente -repuso el señor de las grandes voces-. La máquina es lo de menos. Lo que me parece intolerable es que se llame como se llama. ¿No ve usted la placa? «Alfonso XIII». Llevamos ya dos meses de República, y aún no le han cambiado el nombre. Es un verdadero escarnio…
En esto, yo tuve que instalarme en mi vagón, y no oí más; pero hasta que llegamos a Vigo -y el tren tomó con bastante calma la tarea de transportarnos- fui pensando en la extraña psicología de aquel hombre, buen republicano al parecer, que no sentía el menor deseo de sustituir con otras mejores las pésimas máquinas de nuestros trenes; pero que quería a toda costa ponerles unos nombres nuevos. Aquel hombre había votado, sin duda alguna, a favor del cambio de régimen, y se daba por enteramente satisfecho con que este cambio quedase consignado en los nombres de las cosas; pero si las cosas no cambiaban, ¿qué clase de cambio era el que había que consignar?»
El resto es aún mejor. Julio Camba, «Haciendo de República» (1934)
Comentar