Dice Xavier Sala i Martín que las prioridades son importantes y tiene razón. Preguntarse lo primero si uno quiere ser Thatcher o Mitterrand es tan importante como ejercer luego la propia gobernanza, aunque un ideólogo siempre sea más indeseable que un tecnócrata. Como la coherencia en política es otro arte de lo posible, otro activo redondeado a la baja, no será cuestión de pedir un discurso rectilíneo sino simplemente un relato coherente de renglones torcidos.
Si España quiere un Estado del Bienestar debe atenerse a sus reglas del juego. Como el liberalismo es una cosa marginal que espanta a todo el vecindario -sobre todo porque ningún idiota se poda los pies– entendemos, en efecto, que estamos jugando a socialdemócratas. Siendo así conviene tener claro qué es negociable y qué no, qué jugadores son intransferibles y a cuáles estoy dispuesto a renunciar. Los recortes están mal sobre todo porque contravienen el compromiso que hemos adquirido -de forma más o menos manifiesta, de forma más o menos mayoritaria- de pagar impuestos y tener un Estado que recaude bastante y haga bastante. Mientras nuestro sistema sea éste, con el que la inmensa mayoría está considerablemente de acuerdo, morder la sanidad y la educación es una mala idea por incoherente, por irresponsable y por cobarde.
El gasto social se presume una prioridad protegida en la socialdemocracia. Ajustes de eficiencia y progresividad aparte, los esfuerzos de ahorro se focalizarían en el gasto corriente y no en el gasto público. No parece muy razonable achicar costes en hospitales mientras alcaldes se apoltronan en sus taifas con dietas de marajá y nóminas engordadas a placer. No lo parece, tampoco, sostener una televisión autonómica con un número generoso de canales que con una mano cumple su vocación de servicio y con la otra machaca con la canción podrida del catalanismo mientras, lo que es más importante, tiene una estructura de personal faraónica y unos costes para caerse de culo.
Ocurre que no se ingresa un real y que lo más fácil es meter mano al gasto autonómico de servicios. El resultado es, por este camino, un híbrido de Estado del Bienestar precarizado por su propia estupidez y su propia pervivencia perversa. Ya saben, eso del Bienestar del Estado, las estructuras clientelares y todo lo demás. Habrá quienes aprovechen que el Pisuerga pasa por Valladolid y achuchen para lograr privatizaciones -algunos por convencimiento ideológico y otros por interés fenicio-, lo cual es inoportuno por lo ya referido pero en ningún caso inmoral o inaceptable. Las ideas liberales son igual de válidas por más que muchos sectores insistan en demonizarlas. Lo que ocurre, simplemente, es que ahora mismo no son la baza, al menos de momento, y que la única prioridad es reflotar un país encamado y maltrecho por tiempo indefinido.
La estúpida confrontación de #vanaportodo y #nohandejadonada no es más que el enésimo capítulo de mezquindad de un país acostumbrado a separar los cadáveres por colores. Bien está que se aproveche el precario estado de las arcas públicas para reformar algunas cosas demenciales e injustas. Bien estaría, sin duda, aprovechar la recesión para ajustar cosas que en época de vacas gordas nadie habría tenido bemoles de ajustar, pero no parece el mejor momento para liarse la manta a la cabeza y cambiar demasiado, por bueno que pueda parecer y por tentador que pueda resultar. El único criterio debe ser el puramente pragmático, y sobre todo, este criterio habrá de mantenerse hasta el final si se quieren relanzar las cosas. Es evidente que de haber confundido sus prioridades Roosvelt jamás hubiera vencido la tentación del aislacionismo. Recuerda al chiste de los dos excursionistas que van buscando setas por el bosque y se encuentran un rólex, y uno le afea al otro que se lo quede dicéndole: «Eh, si vamos a setas, a setas».
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