Venido el juicio de las urnas se cae el discurso de las hegemonías en Europa. Sermoneaban con pasión profética que se venía la plaga ultra, que la horda roja o azul venía tomándolo todo. Sin embargo, la única máxima que conoce la recesión es que devora presidentes de cualquier color a la misma velocidad con la que Obélix traga jabalíes sentado a horcajadas. Sólo los gobiernos de Canadá y Suecia han gozado de la salvífica reelección. Los demás ejecutivos, por grandes y lustrosos que fueran, han perdido el beneplácito de un electorado con claros signos de cabronismo ilustrado. Como el camino más corto a la justicia son los propios culpables, lo sean o no, las cabezas visibles del desaguisado han rodado con una simplicidad que ha desconcertado a los pobres demóscopas, acostumbrados a trazar un ángulo recto con escuadra, cartabón y astrolabio. Con todo, una pequeña aldea gala resiste los envites de la crisis: Andalucía. Con esa barba acomodada y mustia, ceniza de Pablo Iglesias, Griñán es un Panorámix a dedo que reparte cuencos de sopa para abrazar voluntades. Por difícil que parezca, las legiones romanas no tienen ni idea de cómo descabalgar al Vercingétorix que ya dura treinta años. Ni la tormenta más fantástica, que puso la miel en los labios a un incapaz Arenas, ha logrado tirar abajo las puertas de la Numancia andaluza.
En Francia, en efecto, ha caído Sarkozy como antes cayeron Berlusconi o Zapatero. Con independencia de si Carla Bruni pedirá el divorcio desde la superioridad de su 1’76 de estatura, Sarko parece decidido a borrarse del mapa y acabar de trending topic por medrar un carguito apañado en cualquier eléctrica, energética o lo que tercie. Hollande, por su parte, viene fuerte con la consabida energía del cambio. A su perfil de socialista proteico se une una evidente voluntad paladinesca de salvar a Europa del estreñimiento merkeliano. Habiéndose perdido la batalla mediática de dejar claro que Europa no es austera sino que está recortada, la demonización del supuesto rigor presupuestario, con el estancamiento económico como mejor prueba, hace del discurso desarrollista una eficaz y simplísima idea-fuerza. ¿Qué promete Hollande? Crecer. ¡Menudo genio! ¿Y cómo se hace? Que pregunte a Rajoy sobre el abismo entre la realidad y el deseo o entre la promesa y el madrugón. Está además eso tan francés del espíritu kitsch de Delacroix y su dichoso cuadro. Nada como estimular a un electorado que, es verdad, tiene tendencia a recogerse hacia el centro-derecha pero mantiene fuerte una libido claramente izquierdista desde que la Marsellesa es música.
La cuestión es saber quién diantres va a prestar el dinero para el proyecto de Hollande en una Europa canina que se financia a precio de mercaderes. Habrá que ir despejando cuánto de fantasía habrá que descontar al discurso del nuevo presidente francés, que no habrá dudado, como todos, en prometer Disneylandia en un tiempo especialmente propicio para monetizar anhelos y cabreos. La realidad, probablemente, venga detrás de Hollande a cortar unas alas que ni él mismo crea que existan. Se mantiene, no obstante, la buena expectativa de que sepa introducir el saludable contrapunto a una Zona Euro sin cintura ni ingenio, un mamotreto anciano y anquilosado con sólo 20 años de edad. Y se le espera ingenuamente como impulsor de un cambio de formato, la austeridad, que en realidad sólo ha sido degradación pública, subida de impuestos y poco más. Los gobiernos de crisis no sobrevivirán por su buena o mala labor sino más exactamente por ver si ha escampado o no cuando se sometan a veredicto electoral. Caerán los que tengan que caer, no importa de qué pie cojeen, si no se sale de la crisis a tiempo. De Andalucía, por contra, no se atreve uno a hacer tal pronóstico otra vez, no vaya a ser que se cumpla y se desate a cantar Asurancetúrix. La capacidad de supervivencia de según qué regiones adictas -imposible no pensar también en la Comunidad Valenciana- parece capaz incluso de burlar la fantástica guillotina de la crisis.
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