La soberanía de un lector reside en su cola de lectura. Es decir, en qué lee, qué deja de leer y en qué orden lo hace. Hay muchas pruebas de ello. Los libros más pacientes podrán ser orillados en el último momento si un título atractivo irrumpe. Basta que sea suficientemente apetecible por la razón que sea. Las recomendaciones más vehementes y mejor recibidas podrán permanecer intactas durante meses si no prende en el lector la chispa adecuada, el momento espontáneo de acercamiento. La llama del capricho, del hoy me apetece pasta, mañana pescado. En efecto, pueden ser meses. Acaso años. No es una cuestión de atributos, o al menos no exactamente. La soberanía de la cola de lectura es, al mismo tiempo, una radiografía radical de vicios y una cronología de contingencias variadas.
Me curo en salud escribiendo antes que nada las excepciones a este reino de la lectura libre. Libreros. Periodistas. Críticos. Editores. Entrevistadores (más o menos). Asistentes a un club de lectura. Personas comprometidas con un amigo que saca libro (este ejemplo está en el límite). Tertulianos (aún más al límite). Y escritores. Para todos los demás, mandan ellos y su mesita de noche.
No se trata de negar la naturaleza casual de elegir lectura cuando has terminado la anterior sino más bien de abundar en la insondable jerarquía de preferencias, a veces duraderas y otras más bien veleidosas. He tenido libros que miraban suplicantes desde la estantería y que por más que calentaran en la banda no iban a tener minutos hasta que una circunstancia complementamente intangible del partido les hiciera quitarse el chándal. Criaturas de dormitorio degradadas a alfombrilla de ratón por tiempos inmemoriales sin razón aparente (me ocurrió con La peste de Camus y no sé si esto me hace parecer un bruto o un cultureta). Ejemplares trasmutados en verdadero mobiliario que duermen el sueño vago de la suplencia sin ser necesariamente más bajos, feos, tuertos o aburridos que algunos otros que abandonaron el ostracismo por una confluencia de casualidades e impulsos imposibles de reconstruir con fidelidad. Es el libre albedrío del lector, y no tiene sentido amartillarle raíles.
El contrapunto social de esta sagrada soberanía lectora son las mencionadas recomendaciones. Cuidado con las modas y los pesados. Cuidado con inmiscuirse y con los recetarios de época o de revista. No será como obligar a ir a misa, pero el intervencionismo lector es un mal gregario cultivado a diario mediante la prescripción bastarda, la sugerencia torpe, el camelo comercial, la injerencia sobrevenida. Como en cualquier campo cultural que se precie, la clave es sólo una: fíjense siempre en quién recomienda. Filtren según quién sugiere. Seleccione a su pequeño grupo de prescriptores de referencia, en quiénes confían, con quiénes tienen afinidad, y a partir de ahí discurran leyendo lo que gusten mezclando antojos de carta y sugerencias del camarero. O simplemente tomen lo que menos les apetezca y les encaje en el momento. Sin pensarlo mucho y como ustedes quieran. Al fin y al cabo, quién soy yo para decirles lo que tienen que leer.
Fantástico artículo. Totalmente identificada. ¡Ay, Zúmer! Tengo una cola tan larga para leer que, a veces -quizás siempre- me estresa. Leérte es un gusto, sin embargo.
Gracias por escribir.
Tu lectora te manda abrazos.