El peor legado de Pepe Griñán ha sido su incapacidad para cambiar nada. Su discurso de presidente reformista, embuido de ese aire distraído, como si no viniera del seno perfectamente político de Manuel Chaves ni nada tuviera que ver con su gobierno, se diluyó prontísimo ante el rompeolas de un régimen con 30 años de antigüedad. ¿Quién desmonta sus mecanismos, si no son las urnas con un nuevo inquilino? ¿Quién, viniendo de dentro, puede domar un monstruo de tantas cabezas, tan grato además para quien disfruta del poder? Griñán encalló pronto ante los recovecos de una administración inabarcable, con absoluta vida propia, tampoco favorecido ante la bronca callada pero bien conocida con Chaves, el padre político, que no quiso ceder la jefatura del PSOE-A ni entregar todo el poder regional. Por último, por supuesto, ha pesado el avance de la jueza Alaya, instructora de un caso de corrupción regional que radiografía con fidelidad pasmosa la anatomía de clientelismo del país al completo. Ante el empuje de las imputaciones y su sombra alargadísima el presidente de la Junta ha reculado hasta hacer de su palabra un garabato y finalmente marcharse de San Telmo deprisa y corriendo.
Y después de Griñán, Susana, aupada en tiempo récord. Se supone que la líder socialista abandera el cambio, pero por idénticos mecanismos partidistas a los vistos, por ejemplo, en las primarias -comillas- del pasado mes de julio , no se atisban demasiadas razones para confiar en giro alguno. En política, generalmente, se piensa en el reformismo per se que propone el candidato o presidente electo, pero no se analizan del todo las motivaciones de éste para ejercer dichas reformas. A veces el cambio es provechoso y otras ni siquiera es obligado. Por sorprendente que parezca, Andalucía bate récords negativos todos los días pero el golpe de timón no es una prioridad absoluta para el electorado. Se preguntaba Antonio Avendaño si Susana Díaz será zapatera buena o zapatera mala pero parecía pasar por alto otra hipótesis, acaso la más probable de todas: que todo cambie para que todo siga igual. Es decir, la permanencia del cortijo andaluz a lomos de Lampedusa. Que continúe el tráfico de influencias y la Andalucía del paro, Juan y Medio y el quejío, con algún logro notable pero con un legado intolerable y mayoritario de atraso persistente. Por más joven o mujer que sea y por más Susana que se vista, existen notables incentivos continuistas para que nada esencial se mueva en un gobierno estable, donde la coalición PSOE-IU goza de buena salud y rinde además útiles servicios a Ferraz por encarnar claramente el principal ariete de oposición al ejecutivo central de Rajoy.
Al fin, Susana Díaz ya ha iniciado su debate de investidura y su discurso ha sido, como cabía esperar, reformista y bienintencionado. Y solo el tiempo dirá si las palabras de la presidenta son sólidas o mera confitura de bienvenida. Pero el escepticismo está justificado, pues no parece inteligente atribuirle demasiada capacidad de regeneración a un producto político tan de partido, donde nadie escala si no repta y donde nadie sale en la foto, en palabras de Alfonso Guerra, si se mueve lo más mínimo. El cambio blando de Griñán en 2009 -cuyas huellas, debido al caso de los ERE, serán borradas en el nuevo ejecutivo como si de la limpieza de un crimen se tratara- no funcionó apenas para articular enmienda alguna a los males reconocidos del anterior gobierno. En el caso de Susana, que llega a San Telmo con fuerza arrolladora, si su proyecto no logra funcionar en sus propósitos básicos, que son de purga e impulso competitivo, podremos decir con pesimismo completo que nada mejora si no hay un cambio de tercio radical en casa de quien manda.
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