Un pintor, un emperador y un músico. Las coordenadas son básicamente la Revolución Francesa. Como una red caprichosa de la Historia, tejida sin embargo por vértices de interés nada casuales, se encuentran los tres hombres en nudos conocidos: el pintor, el emperador y el músico. Incrustados en el mismo eje de influencia épica. Protagonistas de postín de una época fronteriza entre la antigüedad estamental y la modernidad de clase, también entre el tiempo de las luces y el de los fogonazos. Engreídos los tres: el artista, el soldado y el compositor. Un triángulo amoroso en el umbral de la era contemporánea. Pero vayamos por partes.
Jacques Louis David (París, 1748) ya era un pintor con estrella antes de la Revolución Francesa. Callado y altivo, las puertas que no pudo abrir su rotundo talento corrieron a cuenta del entorno acomodado donde creció. David hizo carrera con impaciencia, escondido tras ese tajo en la mejilla que le llegaba hasta la boca y le quitó las ganas de hablar. Sus enfrentamientos con las instituciones del arte francés ocupan un lugar importante en su biografía. Primero, porfiando contra las autoridades para lograr el Premio de Roma -beca muy codiciada para estudiar en la capital italiana-, y en muchas y posteriores ocasiones, a lo largo de toda su vida, contra la Academia Francesa, que nunca pareció entusiasmada ante el flemático advenedizo, al que repudiaría una vez cayeran sus benefactores. “David nunca se sintió a gusto en la industria del gozo de palacio. Él era un solitario”, describe Simon Schama.
Precisamente en Italia, con 26 años y disfrutando de dicha beca selectísima, David toma contacto por primera vez con las huellas del Imperio Romano. Alimenta así las bases tempranas de su estilo neoclásico. El legado latino y la antigüedad mediterránea eran referentes que iban a ponerse de moda y el pintor los estudió de cerca en Ia ciudad de los emperadores, también por toda la península itálica. La herencia republicana fue crecientemente celebrada en su Francia natal, pues acudió al auxilio de cierta imaginación y nostalgia en un contexto de claro desgaste de la monarquía absolutista. Endeudado y hambriento, prendió en el pueblo francés cierto eco clásico, vaga reminiscencia del régimen romano de los cónsules -que no del Imperio-, idealizado tanto en el arte como particularmente en las calles. David lo pondría en imágenes.
El juramento de los Horacios (1784) resultó un hito popular por su sentido de la apelación a la responsabilidad activa, aunque es discutible el grado en el que estas pinturas llegaban a las masas. En dicho lienzo, el padre exhorta a sus hijos para que marchen necesariamente a la guerra. El descontento reinaba entre los franceses de finales del XVIII y habrían de tomarse medidas al respecto. Los impuestos no daban tregua -excepto a los estamentos privilegiados- mientras los Borbones no reparaban del todo en unas cotas de impopularidad inéditas. La era de la ilustración estaba a punto de incendiarse.
La muerte de Sócrates (1787) tensará los resortes emocionales. El tema es la dignidad del sacrificio. En la carne del filósofo repudiado el arte de David abruma a la corte y entusiasma a la plebe de su tiempo, que percibe de un vistazo la añorada vibración de la justicia, la cicuta como símbolo virtuoso. El cuadro de Los líctores llevan a Bruto el cuerpo de sus hijos (1789) es una prueba más explícita si cabe del cima reinante a las puertas mismas de la Revolución. El mandatario romano -no confundir con el sobrino de Cayo Julio César-, ha ordenado la ejecución de sus propios vástagos para salvaguardar al gobierno del complot autoritario que éstos planeaban. El sacrificio no se ha hecho esperar. Así pues, las más graves medidas han de ser tomadas. A mediados de 1789 la Bastilla ya ha sido asaltada por la turba parisina y pronto la euforia masiva de los primeros meses dará paso a la paranoia colectiva. De la Asamblea al Terror. De Las Tullerías a Robespierre y Danton. Del alzamiento colectivo al emporio de la guillotina.
El arte no sería ajeno a este tránsito inflamable. Los trabajos de David precisarán cauces algo más vehementes que los de la estricta rigidez neoclásica, aunque el pintor parisino se mantuviera dentro de los límites básicos de este estilo toda su vida.
Su simpatía por los líderes de la Revolución fue natural e instantánea, pues los lazos eran previos y la necesidad mutua. Toda gran época de cambio requiere propaganda. El cuadro inacabado de El juramento del juego de pelota (1790) resulta una metáfora precisa de lo que se fraguaba entonces en el país; el lienzo nunca pudo terminarse porque muchos de los modelos que posaron no sobrevivieron a las purgas. David se prestó a pintar aquellos momentos históricos y serviría con devoción personal a las consignas de los líderes revolucionarios. La muerte de Marat (1793) es el testimonio más terrorífico de este matrimonio entusiasta. Sangrante y moribundo, el líder francés -responsable de millares de ejecuciones- es retratado con tenebrismo por el pincel de David tras haber sido apuñalado a traición por una joven que visitaba su casa. A oscuras en la bañera, derrumbado sobre cierta mortaja, brilla con pavor el mártir de la Revolución como un santo en sacrificio.
Caídos en desgracia sus poderosos protectores con la venida del Directorio, David ingresó en la cárcel en 1795. Sería no obstante un cautiverio limitado y salió de prisión sin mayores inconvenientes, aunque el cambio de tercio sería obligado.
Su siguiente trabajo, El rapto de las sabinas (1799), denota la supuesta nueva voluntad del pintor. En el cuadro, una mujer a la vez hija y esposa de dos de los guerreros se interpone entre ellos para detener la violencia entre Roma y Sabina. Fuera por oportunismo o por verdadero hartazgo de sangre, David adopta un mensaje conciliador, alejado del ardor belicoso…. hasta que llegó el golpe de Estado de 1799. Desde que el Gran Corso instaurara con coacción el régimen del Consulado, las pinturas realizadas por el pintor a gloria del petit emperador -pacificador dictatorial de una Revolución inestable- volverán a ser de enorme provecho personal y profesional para él. Los lienzos de toda esta época (1800-1815) revisten menos interés pictórico que trabajos anteriores, pero siguen mostrando un talento privilegiado, amén de documentar magníficamente el esplendor de aquella primera Francia decimonónica.
Sin embargo, la suerte del artista estaba de nuevo íntimamente ligada a la de sus benefactores. Al mismo tiempo que la estrella del Emperador se apagaba para siempre en la isla de Santa Elena en 1815, David habría de ejecutar a hurtadillas sus últimas pinturas en Bruselas, marginado por los reinstaurados Borbones y alejado de su ciudad natal sin sospechar del todo el germen romántico que de algún modo había plantado. Moriría en esta ciudad belga a los 77 años repudiado por su colaboración con el Terror y con el Gran Corso. Con él se une David, particularmente, además de por un legado abundante en pinturas vibrantes del gran general francés, por un azar de la historia un poco rocambolesco. Que vamos a contar a continuación.
Napoleón Bonaparte (Ajaccio, 1769) sólo tuvo un gran amor en su vida: Josefina de Tascher. Se conocerían en 1795, cuando Josefina era viuda… por culpa de Jacques Louis David. En el verano de 1794, el Comité de Salud Pública del que formaba parte el pintor no tuvo piedad con Alejandro Behauharnais, esposo de Josefina, antiguo aristócrata y sospechoso de contrarrevolucionario. Guillotina mediante, dejaron sin marido a la mujer, también entre rejas por aquellas fechas. Probablemente ella habría corrido idéntica suerte que su marido de no ser por que, cinco días después, cayó Robespierre y los responsables del Terror colgaron finalmente de la picota. Las cárceles se vaciaron para llenarse con los nuevos villanos. De esta manera, el pintor David -voz activa de la época jacobina- dio una futura esposa a Bonaparte.
Aunque Napoleón se casara por segunda vez mucho más adelante -con María Luisa de Austria en 1810- para concebir un heredero imperial, nada tuvo que ver su segunda esposa con el amor ni la primera con la conveniencia; al menos, solamente con la conveniencia. Tan cierto es que en 1796 el joven general buscaba un casamiento reconociblemente francés -Josefina era criolla de Martinica, pero en la práctica ejercía de asimilada muy bien relacionada en la corte parisina; además, Napoleón eliminó la U de su apellido, que originalmente era Buonaparte– como el hecho de que amó sinceramente a Josefina desde el primer momento. Con todo, después de la boda civil entre ambos del 9 de marzo de 1796, y tras sólo dos días de luna de miel, el pequeño corso marchó a Italia a luchar contra los austríacos. Su carrera no podía esperar y su fortuna posterior se cimentó en gran parte en esa campaña militar, rotundamente victoriosa para Francia. No obstante, las cartas apasionadas de Napoleón hacia Josefina -fríamente contestadas, por cierto- no cesarían de llegar a París desde el frente de guerra.
La relación matrimonial de ambos pasó por múltiples baches, algunas riñas de celos y muchas disputas en torno a los amantes, sobre todo los de ella. No obstante, Josefina seguía al lado de Napoleón cuando éste fue coronado como Emperador de los franceses el 2 de diciembre de 1804. Por supuesto, Bonaparte encargó una pintura para promocionar el momento. El encargado de llevarla a cabo sería sin duda el artista de cabecera del emperador, Jacques Louis David. El lienzo que pintó fue costoso y requirió el posado de modelos durante largo tiempo y la toma de medidas detalladas del lugar donde se celebró el acto, la Catedral de Notre Dame. En el cuadro, La Coronación de Napoleón (1807), se aprecia bien el instante tantas veces contado -y que causó cierto revuelo en la época- en el que Bonaparte se corona a sí mismo. Con más de seis metros de alto y nueve de ancho, es un bastidor imponente. Se supone además que Napoleón visitó el estudio de David para inspeccionar de primera mano la pintura terminada, contemplándola largo rato y espetándole luego al artista: “David, te rindo homenaje”.
Pero el ascenso del nuevo emperador iba a levantar ampollas en todo el continente, no sólo en las asustadas monarquías europeas. A varios kilómetros de allí, en Viena, un compositor musical oyó la noticia de la coronación napoleónica y lanzó al suelo su partitura. Estaba furioso ante la idea de que la Revolución Francesa terminara en manos de un militar con plenos poderes. Se dice que el hombre había compuesto y dedicado una sinfonía a la figura de Napoleón, pero al conocer su voluntad de entronizarse por encima de cualquier consideración democrática o verdaderamente republicana, tachó con furia el nombre del Gran Corso de sus papeles. Aquel sería el momento álgido de una relación realmente ambigua que incidiría considerablemente en la Historia de la música. Que ocurrió como sigue.
Ludwig van Beethoven (Bonn, 1770) profesó hacia Napoleón una opinión similar a la de muchos de sus contemporáneos. Ligó amor y odio con incontenible admiración y desprecio. No era sencillo armar juicio hacia un hombre a la vez libertador y opresor, al mismo tiempo azote y azotador, esperanza viva y ambivalente reformista y represor revolucionario. Recién comenzado el siglo XIX, Napoleón aterrorizaba monarcas al tiempo que enfervorecía al pueblo francés, ávido, como ya hemos contado, de una figura de orden que enterrara a la chusma de palacio pero también hiciera olvidar el caos de las purgas y los golpes de estado. En ese sentido, nada mejor que un general invencible en el campo de batalla.
Beethoven, por su parte, despreciaba la guerra y a sus funcionarios, pero se sintió particularmente atraído por este proyecto napoleónico, pues ofrecía una subversión al orden establecido. Cansado de mecenas de etiqueta y de las intrigas de Schonbrunn, para Ludwig, Bonaparte traía bajo el brazo la triunfal y necesaria regeneración burguesa.
La historia de la Tercera Sinfonía se gestó desde este sentimiento reactivo. En palabras de Alejandro Villareal, de la web Hágase la música: “Beethoven despreciaba la forma en que los artistas de Viena estaban obligados a depender del patrocinio de la aristocracia, y pensaba que la dedicatoria de una sinfonía al mayor enemigo de Viena, junto con un traslado oportuno a la capital de éste, constituiría un reto adecuado para aquellos que esgrimían el poder artístico a través de la riqueza (…) Veía al general francés, que había proclamado la libertad de todos los hombres, como el símbolo de su propio deseo de independencia de una sociedad aristocrática que lo mantenía financieramente”.
Beethoven había nacido a los pies de una familia encabezada por un padre que quiso hacer de él un niño prodigio desde el principio. Por el camino se le truncó la niñez y todo lo imaginable. Malhumorado y temperamental, sus padres murieron cuando apenas había cumplido la mayoría de edad y Ludwig pronto se acostumbró a mantenerse a flote bailando al ritmo de orquestas, escuelas y mecenas varios, todos normalmente de la realeza. Por enorme talento y cierto éxito que obtuviera, el paso del tiempo le dejó un poso amargo de dependencia cortesana y el trauma, por supuesto, de su sordera creciente, hecho que apenas supo asimilar nunca. El estallido revolucionario coincidió con su primera década de trabajos musicales y prendió en él, junto con los conflictos anteriormente mencionados, una llama que inflamó su estilo hasta hacerlo crecientemente iconoclasta pero a la vez perfecto altavoz de su tiempo cambiante.
Por algún motivo lo que en un principio iba a ser un simple sonata se convirtió en una gran sinfonía. Las ideas desbordaron el molde. Lejos de Viena y no sin ciertos pensamientos suicidas, en el retiro médico de Heiligenstadt y de Dobling entre 1802 y 1804, Beethoven alumbró la más irremediable semilla del romanticismo musical. La obra -sin duda un manifiesto de adhesión republicana- fue mostrada en privado por primera vez en diciembre de 1804 y estrenada por fin, con ciertas enmiendas y reticencias, el 7 de abril de 1805 en la capital del Imperio de los Habsburgo. La obra fue llamada finalmente Sinfonía heroica, compuesta para festejar el recuerdo de un gran hombre, y estuvo dedicada de manera expresa al noble y mecenas Franz von Lobkowitz.
La rectificación era evidente. Las disputas de Beethoven con la nobleza vienesa no cesarían jamás, pero la coronación de Napoleón pareció congelar los anhelos bonapartistas del compositor, incluida la provocación de brindar su nueva sinfonía al más temido alborotador de los austríacos. No obstante, Beethoven nunca dejaría de seguir de reojo las andanzas del emperador francés. En cierto modo, lo observaba como un reflejo de sí mismo; exacto contemporáneo y traidor, pero idénticamente brillante e insumiso.
Replicando lo ocurrido tantas veces en la historia del arte, la Tercera Sinfonía sería tan mal acogida al principio como absolutamente venerada después. Y su influencia sería extraordinaria. La voladura de los tiempos y equilibrios clásicos de la música sinfónica hasta entonces no pareció suficiente para Beethoven, decidido a buscar un lenguaje verdaderamente nuevo. Ludwig daría a su composición una extensión absurdamente larga para la época, con un primer movimiento de casi veinte minutos y una duración total de prácticamente una hora si se reproduce con todas las repeticiones originalmente anotadas por el autor. La violencia y la magnitud de esa música era completamente nueva, con una estructura torrencial e informe, muy ajustada y de gran dialéctica. Afirma el maestro Wilhelm Furtwanger en el libro “Conversaciones sobre música” que los temas en Beethoven interactúan como los personajes de un drama, y acaso sea una buena manera de expresar la ruptura impuesta por el compositor de Bonn.
Tachado el nombre de Bonaparte de la partitura, los ecos de éste serían sin embargo imposibles de acallar en la Eroica. Hasta el más lego de los oyentes de la época podía advertir la audacia belicosa y afrancesada de aquella música, radical contracultura en las cortes europeas de aquel tiempo.
En cualquier caso, y pese a estar visiblemente cansado, sordo y arrastrar terribles problemas digestivos, Ludwig vivió lo suficiente como para ver morir a Napoleón. Quién sabe con qué proporción de estima y rencor le dedicaría su último gran pensamiento, aquel, según cuentan, acerca de la idea de componer música para despedirle: “Yo ya escribí música para ese trágico momento”, sentenció. Se refería al segundo movimiento de su Tercera Sinfonía, una marcha fúnebre compuesta para el héroe codificado en su composición.
En Santa Elena, finalmente, con la monarquía gobernando de nuevo Europa pero las mareas de la modernidad irremediablemente filtradas en todo el continente, sólo faltó en la isla atlántica una orquesta que tocara la mencionada sinfonía y un buen cuadro de David -sin desmerecer el de Charles de Steuben, con Bonaparte agonizando en la cama- para inmortalizar, en cierto modo, una muerte a tres bandas, la del pintor, la del emperador y la del músico, fallecidos con sólo seis años de diferencia. Después de ellos el mundo sería muy distinto.
Qué maravilla.
Y lo de Mme Joséphine es muy humano 😉