Llegó al lunes de milagro, atrincherándose el domingo entre bocanadas de café. El viernes y el sábado discurrieron rápidos con la inercia natural de los días festivos, opulentos, sin memoria, y cuando terminaron el mundo se reseteó de nuevo. El domingo nació pegado al lunes como antesala y sala de espera, jornada dispuesta para amortiguar el puñetazo. Si lo haces bien, el lunes es una mala noticia que ya te han dado el domingo. Pero tampoco hay que exagerar.
También el lunes es una buena oportunidad tendida. Volver al ruedo, insistir, probar suerte. Pero también es la imagen cabeza abajo de un viernes en el que siempre hay tiempo para tomar atajos. Insulté a un señor el viernes pensando que hasta el lunes no volvería a verlo, y cuando llegó el día el hombre me sorprendió dándome los buenos días. ¿Qué se supone que pasa los findes, que separan una semana de la otra y las lanzan a galaxias diferentes? Me gusta tomar en serio el fin de semana y el lunes mirarlo a broma, por aquello de compensar, e intento no invertir nunca el proceso. El lunes es una reválida para optimistas y una visita al dentista para los más cenizos. Para todos los demás es una noche con los ojos en el techo y un mordisco de deseo por un cumplir
De morirme un día concreto quisiera que fuera lunes, porque al día siguiente la gente ya no lee la prensa con esa pesadumbre del primer día de la semana. Que se publique un martes nuboso donde ya todo haya vuelto a la normalidad y nadie abra el periódico pensando en el fin de semana que se marchó como vino. Deberá ser una esquela pequeñita que respete mi fijación por los días cualquiera, y que rece en letras claras: «No pudo sobrevivir a otro lunes».
Los lunes saben a lentejas.