De entre las tozudas ascuas de un Madrid soldadesco, tan rígido como un juramento, Carlo Ancelotti ha construido una equipo diáfano. Si Simeone ha librado al Atlético del diván, Carletto ha sacado a los blancos del saco de boxeo. Simple y llanamente ahora el Madrid consigue jugar con lo que tiene sin consignas de autoafirmación que distraigan el ánimo y traicionen la mente. No han sido nueve meses de singladura táctica impecable ni resultados siempre puntuales, pero desde el espíritu de esa salomónica repartición de la portería entre Casillas y Diego López, el Madrid funciona con eficiencia al ritmo sencillo del descomunal talento que atesora.
La pegada sigue intacta, así como el fulgurante zafarrancho de contraataque; y acaso es ahí donde más huele todavía al fado militar que dejó Mourinho, un legado valioso de violencia futbolítisca y eficacia goleadora. Pero como aquella Europa de Augusto, pacificada tras los crueles combates de Julio César, Pompeyo, Marco Antonio y él mismo, Ancelotti ha demostrado que la concordia es un método perfectamente ganador para conjurar la victoria después del rencor. Contra su Madrid, el Bayern de Guardiola apenas pareció un equipo sin uñas en las manos.
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