“El Estado es débil, el Estado es débil”, repetía el viernes el menudo Alfredo Pérez Rubalcaba, agitando en el aire una advertencia que, aseguraba, venía blandiendo hace tiempo, como si los que allí estábamos fuéramos sus alumnos de química orgánica y no hubiéramos atendido a una idea crucial del temario.
Dijo haberlo avisado y, sin embargo, Rubalcaba dibujó a Puigdemont con mucha gracia (“Es un saltimbanqui haciendo volatines”) pero con cierta caricatura y un menoscabo que no se corresponden con el colapso ni con el pavor que el ex president ha provocado. En muchas y variadas ocasiones el Gobierno ha demostrado ir por detrás del independentismo o, como mínimo, lo ha infravalorado y ha hecho peor y más tarde los deberes. Y sin embargo esa es sólo una parte del problema.
Que el Estado es débil ante el embate calculado de un movimiento notablemente organizado se demuestra con la paradoja nuclear de todo el procés en su fase crítica: el independentismo hace de la falta de soberanía su principal reclamación y, sin embargo, explota con éxito todas sus competencias ya adquiridas para sabotear la presencia y la capacidad de acción del poder central en sus dominios. El entorpecimiento de los Mossos al trabajo policial en torno al 1 de octubre es posiblemente el mejor ejemplo.
Es por ello que el Gobierno, rompiendo el cristal de la alarma antiincendios, ha decidido forzar la máquina hasta hacer temblar las calderas. Sólo desde la idea de llevar las reglas al límite, al modo que hizo el soberanismo el 6 y 7 de septiembre del año pasado, puede entenderse una maniobra que, en la misma jugada, ignora el golpetazo de regla en los nudillos del Consejo de Estado y pone en una situación muy comprometida al Tribunal Constitucional.
Todo estado de derecho es garantista por definición y, por tanto, quienes deseen tumbarlo siempre lo tendrán enfrente como principal aliado. Sobre esta contradicción consustancial a la democracia se construye la “endemoniada situación” (Alsina) a la que, con su zigzagueo y su capacidad para filtrarse por entre cualquier fisura o doblez legal, el Gobierno ha sido condenado por su falta de iniciativa ante Puigdemont. Llegados a este punto, en Moncloa se ha planteado abiertamente la inevitabilidad mefistofélica de hacerle dos favores de una tacada al independentismo: tachar por fin de la lista al empecinado (indeseado en sus propias filas) a cambio de empujar a las instituciones a la cuerda floja del descrédito y la división.
Entre ésta última opción y tener que soportar más tiempo el espectáculo dilatorio y tahúr de un Puigdemont investido en remoto y con más carrete, Soraya eligió lo primero; ella y el gobierno, cuya miembros (acaso también quien los preside) han asistido sorprendidos a este arriesgado atajo. Si vamos a luchar contra el diablo, debió pensar la vicepresidenta, la única forma es hacerlo sus mismas armas, o al menos las que no sean abiertamente tramposas.
Todo lo cual hace tambalearse el relato de la ley frente a su ruptura. Todo lo cual ceba de munición oportuna los bolsillos independentistas. Y todo lo cual compromete la credibilidad del cuerpo de letrados del Estado y, de paso, da cierta razón a Rubalcaba cuando rescataba el viernes en la radio una bonita palabra en evidente desuso, rábula (“abogado indocto”), pero que él lanzaba contra el filibusterismo separatista. Quizá convenga también recuperarla para el propio Estado.
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